Previo a la Pasión de los próximos días, y pasado el clásico que ha atormentado a mi jardinero fiel y las elecciones andaluzas en la que ganó Curro de Camas, necesito hacer un break, un descanso en el camino para reponer fuerzas y enfrentarme a lo que viene.

No gustándome nada los números por lo trabajosos e incomprensibles que son, a veces tanto como los propios humanos, muchas otras incluso más prejuiciosos que ellos, tengo cierta debilidad por el 13.

Primer y único motivo, porque es impar. Y prefiero las cifras impares porque son más fuertes, más seguras, rebeldes y con carácter. No en vano los antiguos sostenían que la mónada, que es cada una de las sustancias indivisibles de naturaleza distinta que componen el universo, era impar. E impar es también el número que explica la hipóstasis de la Santísima Trinidad.

Así pues el binomio de mónada e hipóstasis da como resultado mi apreciado 13, unión hipostática de dos naturalezas, divina y humana. Siendo una más de Verbo que de Sustantivo.

Acabó el descanso.



Siempre vuestra, 
La Abadesa.

Durante estos pocos meses he amado por largas horas infinidad de objetos, de modos, de imágenes, de ensoñaciones, de momentos… y mentiras.

He amado sin dudar el sol tibio de mañanas compartidas a tu lado, desayunos clandestinos a destiempo, melodías envasadas al vacío, cientos de  besos robado un domingo cualquiera…

He amado cada tramo de tu piel, tu pelo escarchado, la comisura de unos labios eternos, tus labios…, la cartografía de lugares recónditos de una espiritualidad inventada.

He amado el vuelo de unas pestañas infinitas capaces de coser con un fino pespunte el cielo y la tierra con un solo parpadeo, tus ojos transparentes. Cada uno de tus dedos abrasándome los días, a mí que he encerrado tantos inviernos.

He amado las tormentas de caricias regaladas al alba, aquellas que nublaron mis sentidos hasta caer rendida. En realidad siempre quise más, pero perdí.

Quise abrazarte tanto y tan fuerte que mi alma traspasara mi cuerpo, y pudiera encontrarse con la tuya allá en el mismo lugar maldito donde te arrebataron las ganas. Quise abrigar al niño indefenso que quería ser hombre, que soñaba despierto, aquel que seguía jugando…y me equivoqué.

No pudo ser. Fui el error de quien acostumbra a jugar con dos barajas, del que no está preparado para terminar la partida. El desliz de un mal jugador, la evidencia de “un farol anunciado”.

Me tomo un vino seco, que es como siento mis labios después de que los tuyos hayan recorrido otros cuerpos, y mientras agito el líquido de mi copa intento recordar cómo fue nuestro último beso. Pero mi memoria me traiciona y a solas no logro saborearte. No vuelves conmigo, no estás a mi lado.

No se pudo amar tanto en tan poco tiempo. No hubo pasión más desmedida ni amor más entregado. No hubo abismo capaz de aplacar la inquietud de quien ha nacido para ser amante, tal vez para ser amada si la fortuna remara a su favor.

Ahora te desvaneces y te pierdes entre historias teñidas de bruno, más allá de de mis sueños. Lejos, tanto que el viento se torna anciano y apenas susurra. Y mi deseo se extingue. Mis sentidos ya no te buscan, ya no te sienten.

Y pese a todo, aún así, te extraño. Extraño tus manos, diestras en las artes amatorias, y tan gélidas en el fluir del sentimiento. Extraño tu mirada, tu aliento…

No se debe amar tanto en tan poco tiempo. No hay pasión que no frene el instinto más básico de todos. Sobrevivir.

Reconozco que mis esperanzas han sido arrancadas despacio y en silencio, por un querer que hace poco extravió mis bondades, y sometió mi voluntad lanzándome a un campo estéril donde ningún sentimiento crecerá de nuevo.

Dicen los que saben que el corazón es un músculo estriado que sólo ha de servir para “bombear” sangre.

Dicen los que saben que cada latido desencadena una serie de sucesos que alternan contracciones y relajaciones, movimientos complementarios, que no incompatibles. Que el músculo cardíaco se excita a sí mismo y no necesita de estímulos que lo provoquen, a diferencia de otros, aquel es miogénico.

A veces el ritmo cardíaco pierde el compás y se acelera. Genera latidos extras, derrochando palpitaciones que solidarias tratan de avisarnos de que algo no marcha bien.

Pero nosotros nos empeñamos en forzar “la máquina”, en lanzar órdagos sin sentidos, y  apostamos por el que será sin duda el gran perdedor. Sin reparar si quiera que la partida está acabada mucho antes de empezar.

Ha decidido que ya no necesito corazón. Que renuncio al músculo hueco que actúa como una bomba aspirante e impelente, perfecta en su función biológica…y tan débil para seguir viviendo…

Dicen los que saben que toda bomba necesita de la fuerza para funcionar, bien sea mecánica, física o de comprensión. Dicen los que saben que toda bomba está concebida para estallar, sólo es cuestión de tiempo.

Los que aman saben que también el corazón estalla.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.


Hubo un tiempo en el que mis miedos, los que sufría, aquellos que me quitaban el sueño, cabían en una mano. Eran miedos lógicos de una neófita, miedos que podían explicarse, miedos  naturales que en ningún momento limitaban mi capacidad, sino que provocaban en mí ciertas angustias normales e inherentes a las circunstancias que me envolvían. No fueron en ningún momento miedos patológicos ni insuperables, de hecho he viajado en avión tantas veces como me ha sido posible, siempre he preferido los palcos para disfrutar la cultura desde la mejor de las perspectivas y el lugar  del mundo que más me relaja es la playa, pese a tsunamis y demás fenómenos…hídricos. He sabido enfrentarme a ellos y aunque no los venciera supe aliarme para poder hacer y deshacer a mi antojo. Ya ven mis miedos siempre fueron más que terrenales, mundanos, miedos de novicia pueblerina.

Pero hoy la cosa es bien distinta. Hoy sufro tanto y por cosas tan dispares, que se mezclan los miedos con las angustias y éstas con la vergüenza. Aquellos temores fútiles, aquellos desasosiegos triviales, lejos quedan de los vértigos de hoy, de las incertidumbres diarias, de no saber y ser tan consciente de ello…

No deberíamos tener miedo a reconocerlo, lo que debiéramos temer es no saber imponernos a nuestras apetencias.

Siempre tuve claro que sería madre, en el sentido más amplio de la palabra siempre lo fui, desde que tengo uso de razón y por cuestiones de la vida que no es menester descubrir creo que lo vengo siendo desde… ¿siempre? No sé.

Lo que no tuve tan claro es que terminara siendo Reverenda. Y más, una reverenda sin fe. Y he aquí otra divergencia, ser Reverenda Madre sin fe no da miedo, no, da PÁNICO.
Y da pánico porque la fe que envuelve a los creyentes los hace fuertes y valientes, mientras nosotros avanzamos débiles por el camino de la objetividad y la razón. Nuestros miedos son reales, tangibles y sanos. Si, sí, sanos. El miedo bien entendido posibilita responder con mayor rapidez y eficacia ante las adversidades, pero aquellos que gastan fe tal vez no necesiten más que la esperanza.

La fe mueve montaña”, oía decir a mi abuela cuando no era más que una chispoleta y ni sabía ni entendía. Hoy no sé qué pesa más en mi convento, la carencia de aquella y por tanto la desprotección sabida, el deseo de querer a sabiendas de que no hay un más allá y que el “más pa ´cá” cuando menos provoca desasosiego, o el miedo a que aquello que nunca has tenido aún cuando se te presupone, como al soldado el valor, se vea manipulado por seres inhumanos, sanguinarios monstruos barbilampiños que ignoran que tras la sangre que derraman no hay recompensa alguna, y pese a ello se embarcan en un viaje sin retorno arrastrando a tantos inocentes con ganas de vivir…

Bajo mis hábitos escondo miedos, muchos miedos que me dejan al descubierto, que muestran mi talón de Aquiles, y aquí entre nosotros, no tengo un solo talón, tengo dos por los que caer rendida.


Siempre vuestra, 
La Abadesa.